sábado, 24 de octubre de 2015

EL ENSAYO

El pasado jueves los estudiantes de la Universidad de Sevilla estaban llamados a la huelga. Una más, sin que se sepa muy bien cuál es su objetivo. Huelga “porque toca”. El caso es que como suele ser habitual en estas circunstancias, mis alumnos, todos por unanimidad, decidieron regalarme un par de horitas de “vacaciones”, que oportunamente aprovechadas, me permitieron sacar tiempo para asistir al ensayo público de la ópera “Otello”, que se estrenará la semana que viene en el Teatro de la Maestranza, precisamente organizado por el Centro de Iniciativas Culturales de la Hispalense.
Tengo el vago recuerdo de haber asistido, en mis tiempos de estudiante, a algún ensayo de la Orquesta Bética Filarmónica en alguna dependencia del viejo edificio de la Fábrica de Tabacos. Eran tiempos en que la vida musical en Sevilla era mucho más limitada. En esta ocasión la cita era en el Auditorio de la Escuela de Ingenieros, que tiene unas características magníficas para estos eventos. Pensaba yo que el ensayo era sólo en cuanto a la parte orquestal, y cuál fue mi sorpresa cuando me encuentro allí con todo el elenco de voces de la producción, con el gran Gregory Kunde a la cabeza. Claro, en principio no te das cuenta porque parece una máxima de los cantantes de ópera el ir vestidos de la manera más informal posible  a los ensayos –por otra parte es lógico que no vayan vestidos precisamente de oficinistas- pero al rato ya no me cabía duda: allí estaban el citado Kunde, Julianna Di Giacomo (ella sí, más arregladita) y Ángel Ódena (en plan rockero, como el tenor norteamericano), junto con el resto de solistas, a quienes no tenía el gusto de conocer, y que bien podían pasar por los chicos del atrezzo por sus indumentarias. Tan sólo faltaba el coro, cuyas intervenciones en los fragmentos acometidos  iban a ser canturreadas por el propio Pedro Halffter, al frente lógicamente de todo aquél invento.     
El ensayo comienza puntualmente a su hora. Una de las cosas que me maravillan en las orquestas es su disciplina casi militar. De otra manera no sería posible. El trabajo y la disciplina también son necesarios para algo que resulta tan grácil como hacer música. Unas breves indicaciones y aquello ya está sonando. Un director, lo primero que tiene que tener claro en su cabeza es qué es lo que quiere oír. Y cuando la orquesta no suena como él espera, corta –“esto hay que hacerlo pianísimo. Volvemos a dos compases antes de C”- y al siguiente gesto ya está la orquesta respondiendo al unísono para repetir el pasaje en la forma que indica el director. La concentración es total durante las tres horas que dura el ensayo con un breve descanso de veinte minutos. Los profesores van haciendo a veces anotaciones en sus partituras que les sirvan de recordatorio. Pero todo de una manera muy fluida y sin distracciones ni interrupciones.
Lo de los cantantes es otra cosa. Aquí se permiten algunas licencias, aunque todos responden, como no podía ser menos, de una manera absolutamente profesional. No hay más que ver cómo siguen la partitura aun cuando ellos no intervengan en el pasaje que se esté interpretando. De vez en cuando hacen mutis, pero la mayor parte del tiempo están allí, atentos a cómo se desarrolla el ensayo. Ódena, mascando chicle, es el más travieso. Intercambia gestos y comentarios con sus compañeros. Di Giacomo lleva su bolso, y su botellita de agua, claro está, allí donde ella va, porque a veces cambian de ubicación según canten una aria, un duo, un trío…Kunde lleva la partitura en la tableta, y va haciendo su propia dirección, aparte de cantando, al tiempo que de vez en cuando recibe whatsapps ¡e incluso los contesta! Como gran especialista en el papel titular de la obra, hasta se permite hacer algunas indicaciones a Halffter.
Por momentos los cantantes se meten tanto en sus personales que parece que estamos ya en la escena. No sólo cantan, también interpretan con gestos, con movimientos, con miradas…Hay instantes realmente brillantes, que, en las partes finales de cada acto,  arrancan los aplausos y los bravos de los asistentes, a los que se nos había pedido sobre todo guardar silencio. Pero hay cosas que no se pueden reprimir, y en pequeñas dosis pueden permitirse sin que interfiera en el trabajo.

Al final todo el mundo estaba encantado con esta experiencia que, como melómano, considero impagable. El público salía de la sala mezclado con los intérpretes, cantantes y músicos de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Aproveché para saludar a Gregory Kunde, que pasaba a mi lado -“Congratulations, Mr Kunde. I’ll see you next week at the theatre. Good luck!”-“Thank you, thank you very much” me respondió amablemente, mientras me contenía para no caer en la chiquillada de hacer una selfie. Me voy reforzado en mi convencimiento de que una ópera es el espectáculo hecho por la mano del hombre más maravilloso que se pueda contemplar, y es hermoso verlo cómo se construye desde sus cimientos. Aún falta acoplar los coros, probar vestuario, ensayar movimientos de escena…En tan sólo una semana estaremos en el teatro, se levantará el telón, sonará la música, correrán las emociones…. 

lunes, 12 de octubre de 2015

SILENCIOS

Hace ya unos años decidí reservar un espacio preferente en las siestas de mis vacaciones estivales a la lectura de la monumental novela de Marcel Proust “En busca del tiempo perdido”. Os aseguro que pocos placeres más sibaritas pueden encontrar los amantes de la buena literatura, a pesar de no ser una obra fácil de leer, o precisamente por ello. El desafío intelectual es doble, y también la recompensa que se obtiene al superarlo. Este año tocaba el tercero de los volúmenes: “El mundo de Guermantes”.
Confieso que hay veces, sería estúpido negarlo, que Proust se te atasca por su estilo tan particularmente complicado, por el ritmo en ocasiones extremadamente lento de la narración, por la multiplicidad de personajes que es casi imposible controlar...Todo esto se da, corregido y aumentado respecto de las anteriores, en esta tercera entrega. El propio autor se queja de la insustancialidad y vacuidad de las conversaciones que se daban en los cenáculos de la alta sociedad parisina, ya en casa de la marquesa de Villeparisis, ya en la de la duquesa de Guermantes, que sin embargo no se recata en reflejar y diseccionar con detalle, acaso, se me ocurre, para que no tengamos duda acerca de lo justo de su apreciación. Si para el merecían esta consideración, imagínense, excepción hecha quizá de las relativas al omnipresente caso Dreyfus, para el lector de hoy.
Pero de pronto surge la chispa, la página brillante e incomparable que te impulsa a seguir adelante en esta hercúlea aventura, en estos tiempos de literaturas light, de usar y tirar, y que te redime -como un buen concierto, como una representación de ópera, como la contemplación de una buena pintura- de esta a veces tan anodina y ramplona existencia, moviendo resortes de nuestra alma que de otra manera permanecerían desconocidos incluso para nosotros mismos, porque sólo se activan ante la presencia de la verdadera obra de arte que se eleva airosa sobre la vulgaridad ambiental.
Valga el ejemplo de este pasaje que Proust dedica a analizar el silencio entre dos personas que se aman. O que se amaron. O que creyeron amarse. O entre dos personas de entre las que al menos una de ellas ama a la otra, y esta no le corresponde. En este caso se trata del amigo del narrador, el aristócrata Roberto Saint-Loup, y su amante, la exprostituta Raquel -Zézette para Roberto, Raquel quand du Seingeur, parafraseando el texto de la ópera de Halévy, para el narrador-. Roberto y Raquel han roto tras una de sus riñas. Roberto se siente aliviado, en un primer momento, de la tensión previa, pero al poco tiempo comienza a sentir una nueva sensación de angustia al no tener ninguna noticia de su amada. Nada sabía acerca de dónde o con quién estaría Raquel ni qué haría....

“…....su amante guardaba un silencio que acabó por enloquecer su dolor hasta moverlo a preguntarse si no estaría escondida en Doncières o si habría ido a las Indias.
Se ha dicho que el silencio es una fuerza; en otro sentido lo es, terrible, cuando está a disposición de aquellos que son amados. Acrece la ansiedad del que espera. Nada nos incita tanto a aproximarnos a un ser como lo que de él nos separa, y ¿qué muro más infranqueable que el silencio? Se ha dicho también que el silencio era un suplicio capaz de volver loco a quien estaba condenado a él en prisiones. Pero, ¡qué suplicio, mayor aún que el de guardar silencio, el de soportarlo de parte de aquel a quien se quiere! Roberto se decía: «Pero, ¿qué hace que calla así? Sin duda me engaña con otros». Se decía asimismo: «¿Qué he hecho yo para que calle así? Tal vez me odie y para siempre». Y se acusaba. Así, el silencio lo volvía loco, en efecto, de celos y de remordimiento. Por otra parte, este silencio, más cruel que el de las cárceles, es a su vez una cárcel. Es una cerca inmaterial, sin duda, pero impenetrable, capa interpuesta de atmósfera vacía, pero que no pueden atravesar los rayos visuales del abandonado. ¿Hay luz más terrible que la del silencio, que no nos muestra una ausente, sino mil, y cada una de ellas entregándose a alguna otra traición? Roberto, a veces, en un brusco descanso, creía que este silencio iba a cesar al momento, que la carta esperada iba a llegar. La veía, llegaba, espiaba cada ruido, desaparecía ya su ansia, murmuraba «¡La carta! ¡La carta!». Después de haber entrevisto así un imaginario oasis de ternura, volvía a encontrarse pataleando en el desierto real del silencio sin fin.”

El mundo de las comunicaciones ha cambiado enormemente; el de los sentimientos no tanto. Hoy en lugar de una carta podríamos hablar de un email, un whatsapp, una llamada de teléfono -entonces en pruebas- o una notificación de facebook. Pero la sensación de angustia y ansiedad en la espera de que a quien amamos se dirija a nosotros por cualquier medio que rompa el insoportable silencio que por algún motivo se haya interpuesto entre nosotros, es sin duda la misma. A veces ni siquiera hay distancias, ya basta entonces un simple gesto, una mirada, una palabra, que se demora, que no llega.Y cuando por alguna ilusión infundada esperamos esa comunicación y no se produce, la zozobra que nos invade es semejante a la que se describe en Saint Loup.

¿Quién no se ha visto alguna vez en ese tormento, en ese silencio enloquecedor, esperando la palabra, el gesto de la persona amada, que rompa el muro de la incomunicación? ¿Quién no se ha sentido impotente, por ataduras irracionalmente autoimpuestas, pero que son superiores a sus fuerzas, para dar el primer paso en pro de intentar tender de nuevo esos puentes que se hundieron? Millones de personas en el mundo y a lo largo de la historia habrán experimentado estos sentimientos, pero pocas habrán sido capaces de expresarlas de esta manera, con tal exactitud y precisión, con tal riqueza de matices, de una forma tan descarnada. Es la diferencia entre el genio literario de Proust, y el resto de los mortales que a duras penas alcanzamos a juntar atolondradamente algunas letras.