sábado, 28 de septiembre de 2013

LA NOCTURNA

La Carrera Nocturna del Guadalquivir, “la nocturna” a secas para los amigos, no es en realidad una carrera en sentido estricto. Si acaso lo será para los que salen del cajón reservado a quienes acrediten determinadas marcas. Porque hacer cincuenta y seis minutos en poco más de ocho kilómetros, a causa de que la cantidad de participantes no te permite ir más rápido,  ya me diréis si es correr o es trote cochinero. ¿Entonces, qué es? Pues es fundamentalmente una fiesta. Una fiesta en la que nos reunimos los practicantes de muy variados deportes, desde el machaca del atletismo, al que juega al padle o al fútbol sala o simplemente es habitual del gimnasio, y en este día decidimos echarnos a la calle todos juntos. A ella hay quien va a con el reto de cubrir una distancia a la que nunca se ha enfrentado, otros, los menos porque no es ocasión para ello, a intentar mejorar sus registros, y la gran mayoría a celebrar de manera grupal  que nos gusta el deporte, que tenemos salud,  que estamos en una forma aceptable, cada uno según su condición. En esta edición, de una manera especial, al cumplirse su vigésimo quinto aniversario, la prueba ha alcanzado unas dimensiones, con cerca de veinte mil corredores, que la hacen merecedora desde ya de tener  un lugar de honor el calendario no sólo deportivo, sino de acontecimientos y celebraciones de la ciudad.
Tenía especial interés en correr este año, por muchos motivos. Los veinticinco años de la primera edición, en la que también estuve, el reto de alcanzar una participación récord, mi reciente cincuentenario… Pero la noche se puso difícil y me lo estuve pensando bastante. No sólo era la carrera, había que llegar allí y luego volver, todo previsiblemente bajo la lluvia, por momentos intensa. A cualquiera lo que le pedía el cuerpo era quedarse en casa. Miraba por la ventana, ya preparado para salir, y dudaba. ¡Qué ganas había que tener para pegarse tal mojada por una carrera! Sin embargo esto de correr tiene algo, te reporta tantas satisfacciones personales, íntimas, te hace sentirte por momentos tan bien, que yo creo que todo eso se agolpó de manera inconsciente en mi cerebro empujándome a la calle, en una decisión que evidentemente los que no tengan este gusanillo no la pueden comprender. Yo quería estar allí, y tenía que caer mucha más agua para impedírmelo. Y como yo hicieron otros tantísimos corredores que desafiando las inclemencias inundaron las calles de Sevilla en una riada espectacular -donde había cantos, había chistes, había voces de aliento- que causaba la admiración, allí por donde pasaba, de los animosos espectadores que la contemplaban.

¿El tiempo? ¿El puesto? ¡Yo qué sé! ¿Se puede contar el  puesto cuando hay veinte mil corredores, cuando la gente entra en masa en la meta?¿Se puede medir el tiempo cuando nada más en la salida pierdes ya cuatro o cinco minutos, cuando hay casi que pararse en cada embotellamiento, en cada curva? ¿Se puede hacer buena marca en una "carrera acuática" como la de anoche? Los que corremos sin afanes competitivos lo hacemos buscando las sensaciones, más que las marcas. Y en ese sentido las sensaciones fueron las mismas que con cuarenta, con treinta o con veinte, a pesar de que entonces evidentemente iba mucho más rápido. Es por esto por lo que te sientes más joven. Cuando te pones las zapatillas no piensas en la edad que tienes, o incluso te hace olvidar que has cumplido ya unos años. Correr es siempre un intento, más heroico cuanto más inalcanzable es el objetivo, de luchar contra ese enemigo inexorable de nuestra existencia que es el tiempo. Ora para ir más rápido, ora para que pase más lento. Será por eso que a pesar de los elementos yo quería ir, participar, llegar a la meta y conseguir esa medalla que lo acredita. No es de oro, pero como si lo fuera. 

lunes, 23 de septiembre de 2013

LECTURAS DE VERANO (I)

Dice el tópico oficial, difundido hasta la saciedad por los mass media dictadores de las modas, que el verano es tiempo de lecturas ligeritas y facilonas, de no quebrarse mucho la cabeza, no vaya a ser que al personal, al que pastorean con programas de entretenimiento que van de lo vulgar a lo chabacano, se le calienten en exceso las neuronas. Creo que esto entra dentro de los cánones de la civilización del espectáculo (Vargas Llosa), que es lo que ahora mayormente se lleva. Una cultura degradada hasta la zafiedad, para que así todos y todas podamos acceder a ella. Aunque a lo que accedamos sea bodrio más que cultura.
Como a mi no me gusta ni mucho ni poco, sino todo lo contrario,  que me digan lo que tengo que leer y cuándo, en estos meses de canícula, para ir contracorriente,  me he entretenido, junto a algún libro de economía y otras cosillas menores, con Tolstói y Proust, que no son escritores precisamente livianos.
Del escritor ruso he leído Resurrección, la última de sus novelas (1899) en la que resalta el enfoque moralista que cuestiona todo el sistema económico, estatal y eclesiástico de su época. Menos conocida quizás que Guerra y paz o Ana Karenina, Resurrección es una obra cumbre del realismo crítico. Entre los magistrales pasajes que pueden encontrarse en la narración me han quedado grabados algunos muy relacionados con mi profesión, por la agudeza con que son tratados. En uno de ellos se trata de la vista del recurso que el protagonista Nejliúdov ha promovido ante el Senado ruso –equivalente a lo que aquí sería el Tribunal Supremo- para intentar la revisión de la condena recaída sobre Katiusha, la mujer con la que pretende casarse para reparar su culpa, para lo que ha contratado los servicios del abogado Fanarin. Tras describir la intervención del abogado, Tolstói refleja la forma como es acogida por sus destinatarios:

Después del discurso de Fanarin parecía evidente que el senado debería anular la sentencia. En su rostro apareció una sonrisa triunfal. Al mirar a su abogado y al ver esta sonrisa, Nejliúdov tuvo la seguridad de que el asunto había sido ganado. Pero al mirar a los senadores advirtió que Fanarin era el único en sonreir y en considerarse vencedor. Los senadores y el fiscal adjunto no sonreían ni daban muestras de entusiasmo, sino que tenían el aspecto de personas aburridas y decían: “Hemos oído muchos discursos de la gente de su profesión, y ninguno nos ha servido para nada”. Únicamente parecieron satisfechos cuando el abogado terminó y dejó de molestarles inútilmente.”
       
          No sé si la crítica de Tolstói va más dirigida a la palabrería de algunos abogados, a la insensibilidad y suficiencia de algunos jueces o a ambas cosas a la vez. Lo cierto es que en más de una ocasión he vivido esa sensación de que lo que estás diciendo ante un tribunal, que normalmente es importante para tu cliente, el juez de turno lo escucha como quien oye llover, cuando no con signos de evidente fastidio por tener que estar allí ocupándose de semejantes asuntos. Estoy seguro que muchos compañeros están familiarizados con similar experiencia. Es más, alguna vez los propios justiciables me han comentado negativamente esa actitud. Desgraciadamente lo que ocurría en la Rusia zarista, y que con tanta maestría captó y describió Tolstoi, ocurre también en nuestro país en nuestros días. Algo que desde luego desacredita la función judicial.




miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL ARTÍCULO 118


El seguimiento de la trepidante actualidad informativa en nuestro mundo actual hace necesaria la continua renovación y mejora de nuestros conocimientos en las más variadas materias, especialmente en el ámbito de la economía y del derecho. No en vano hoy son muchos los que preconizan la necesidad del lifelong learning, esto es, el aprendizaje a lo largo de toda la vida, y no cabe duda de que tienen razón.
      Si hace un par de años por ejemplo, pocos eran los que sabían algo de esa pariente pelmazo, hoy conocidísima del gran público, que es la prima de riesgo -que por cierto, desde entonces ha adelgazado y se le ha puesto una cara algo más agradable- desde ayer, con el último auto dictado por la juez Mercedes Alaya en su instrucción del caso ERE, tenemos un nuevo saber en que ocuparnos, porque hará correr ríos de tinta, como es el contenido del artículo 118 (con su bis) de la Ley de Enjuciamiento criminal, así como la jurisprudencia y doctrina judicial que lo interpretan.
       Evidentemente, nadie que no sea profesional del derecho tiene ni pajolera idea de qué es lo que diga el referido precepto. Sin embargo a algunos, especialmente informadores y tertulianos, esto parece importarles poco, y se atreven a hablar de oídas y a emitir “fundadas” opiniones con más arrojo que vergüenza.
       No voy a entrar aquí en farragosas argumentaciones jurídicas. Mi mediático vecino de despacho universitario Fernando Álvarez-Ossorio andaba esta mañana pegado al teléfono intentando explicar a tirios y a troyanos los sutiles entresijos de la cuestión. En mi opinión el auto judicial está razonablemente fundado, lo cual no quiere decir que sea irrebatible, y trata con exquisita consideración a los afectados, a los que casi les pide perdón por hacer lo que considera que no tiene más remedio que hacer, en contra de lo que pudiera pensarse. Alaya no ha imputado ni a Chaves ni a Griñán, porque no tiene competencia para ello, ni ha solicitado que se haga, como repetidamente he visto escrito de forma errónea, pero sí ha advertido de esa posible futura imputación y les ha ofrecido la posibilidad de defenderse al constatar la existencia en la causa de suficientes elementos, sobre todo a raíz de las últimas diligencias practicadas, para pensar que el asunto pueda afectarles.
       Hablando en plata, lo que la Juez les ha dicho es que miren ustedes, como aquí hay gente que dice que ustedes estaban en el ajo, aunque a mi me queda todavía faena por hacer antes de, en su caso, mandarle el asunto al Supremo, si quieren ustedes vienen ya aquí y se defienden de la manera que estimen más conveniente, no vaya a ser que después me digan que les causo indefensión.
      Si estos señores fueran verdaderamente probos servidores públicos que no tienen nada que ocultar, deberían estar encantados de poder defenderse en sede judicial de las insidiosas interpretaciones que en medios periodísticos, políticos, y ciudadanos -inevitables por otra parte en una sociedad abierta- se hacen sobre sus responsabilidades en este turbio asunto, y de poder así colaborar con la justicia en su esclarecimiento, puesto que su versión fue siempre la de que fue la propia Junta que sucesivamente presidieron la que en su día puso en marcha la investigación de estos hechos. Si en la investigación han surgido inesperados indicios incriminatorios, que no obstante no se consideran todavía suficientemente contrastados como para elevar la causa a otra instancia, lo mejor será que los aclaren cuanto antes disipando toda sombra de duda sobre sus conductas antes de llegar a mayores. 
      No se entiende pues a qué viene tanta queja y tanto aspaviento en las filas socialistas, que han llegado a calificar la actuación judicial como “caza de brujas”, no sé si con doble sentido o no, o incluso a especular con la astracanada de la intervención de Zoido en la redacción de auto. A mi parecer, lo que esto demuestra es que verdaderamente existe el temor en el PSOE de que al final se les acabe desmontando el cuento de los “cuatro chorizos” (infiltrados, comisionistas y el chófer de la coca), que todavía es el que mucha gente de la suya lee. A lo mejor temen que esa gente acabe dándose cuenta de que en verdad este es el caso más grande de corrupción que haya habido nunca en España, y que, lo más grave, no es un asunto marginal sino que está en el epicentro del régimen que impera hace décadas en Andalucía: la utilización de dinero público a mansalva para servir no a los intereses de los ciudadanos sino a los de un partido político y sus satélites. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

LA NUEVA CLASE

Cayó hace unos meses en mis manos casi por casualidad un libro del escritor francés Guy Sorman  titulado “La solución liberal”. Buscaba otro título del mismo autor, pero apareció este en los anaqueles de la biblioteca y me resultó atractivo, y aunque han pasado ya algunos años desde su publicación en 1984, su contenido me pareció actual.
Entre otros temas tratados, se quejaba Sorman por aquél entonces de que ni siquiera los gobiernos de Margaret Thatcher o Ronald Reagan,  a pesar de ser demonizados por la izquierda por su inspiración liberal o neoliberal,  habían conseguido reducir el tamaño que sus respectivos aparatos estatales habían alcanzado en su enorme desarrollo desde la II Guerra Mundial.
Para explicarlo se remonta  a la advertencia que ya hacía Tocqueville en su obra “El Antiguo Régimen y la Revolución”: “Los funcionarios administrativos –expone el autor de “La democracia en América”- forman una clase que tiene su espíritu particular, sus tradiciones, sus virtudes, su honor, su orgullo propios. Es la aristocracia de la sociedad nueva que ya está formada y viva; sólo espera que la Revolución haya despejado el sitio”.   
Esta idea es retomada en tiempos más recientes por Michaël Zöller, un sociólogo alemán de la Universidad de Bayreuth, para quien el Estado es un sistema de intereses personales organizado, una Nueva Clase. Según Zöller, en palabras de Sorman, “los miembros de la Nueva Clase, los burócratas que rigen el Estado, funcionarios y políticos, son seres humanos terriblemente normales...Como todos nosotros, su ambición estriba en aumentar su retribución y su autoridad. Como clase, se dedican a desarrollar sus poderes, sus intervenciones y su parte de mercado, es decir, la deducción financiera que realizan mediante el impuesto sobre la sociedad civil. No puede esperarse de estas gentes normales un comportamiento distinto y sería tan estúpido reprochárselo como ignorarlo”.
Esta nueva clase se ajusta bastante a lo que hoy se ha dado en llamar, con término bastante más despectivo, “la casta”, y abarca a la práctica totalidad de la clase política, sea del color que sea. Es la consecuencia de la profesionalización de esta actividad. Quienes se dedican a ella pretenden vivir de esta ocupación indefinidamente, y por lo tanto crean sus propios intereses como clase, comunes a todas las formaciones y tendencias, y al mismo tiempo divergentes del de la sociedad a quien indefectiblemente tienen que rapiñar para asegurar su subsistencia. Por eso el político auténticamente liberal es hoy rara avis. El político profesional tiende más bien a expandir su negocio –el del Estado- que a reducirlo. Cuestión de mera supervivencia.
Para Sorman, asistimos a una nueva lucha de clases, en las que burguesía y proletariado han sido sustituidos por la clase político-funconarial por un lado y lo que podríamos llamar la sociedad civil por otro. Esta última incluiría a “todos aquellos que viven de la economía privada, sometidos a las leyes de la competencia y condenados a dar siempre pruebas de iniciativa, de imaginación, capaces de cambio, inseguros por lo que se refiere a su futuro…. Enfrente, la Nueva Clase produce sobre todo palabras; las profesiones que ejerce son generalmente del orden del discurso. Vive de la deducción que realiza sobre los demás y se justifica por ello en nombre del interés general”.

El mismo Sorman advierte de la esquematicidad de su análisis –que aquí además expongo de manera obviamente simplificada- aunque no lo sea mayor que la del marxista del que toma referencia, pero a grandes rasgos creo que es bastante acertado. La última prueba la tenemos en la propuesta de reforma de la Administración que en estos meses se discute en nuestro país, y que podríamos resumir en la lampedusiana fórmula de cambiarlo todo para que nada cambie. Porque más allá de retoques cosméticos y de algunos cambios de denominación, mucho me temo que el peso de nuestra elefantiásica administración va a seguir cargando abusivamente nuestros hombros, más o menos de la misma forma que hasta ahora. Normal. No vamos a pedir a estas criaturas que tiren piedras contra su propio tejado.